Para qué sirve una Biblioteca

 

«Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil. Armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta» (Jorge Luis Borges)

 

Albert Camus (1913-1960)
Albert Camus (1913-1960)

En un pasado, no tan remoto, las bibliotecas servían para que quienes no tenían dinero con el que comprar libros pudieran leerlos a través de los préstamos. Así, los hijos de las clases baja y baja-media podían acceder a un mundo de otra manera vedado a priori. Baste recordar cómo el poeta Arthur Rimbaud, a inicios de su adolescencia, llegó a ser un genio mediante los préstamos que le realizaba el profesor del pueblo, Georges Izambard. El mundo ha dejado de ser Charleville, o también podríamos decir: Charleville ya es todo el mundo, vía internet.

Porque hoy el problema no es el acceso a los libros de las clases bajas. El problema es que las clases bajas no quieren leer al no disponer de eso que antes se llamaba conciencia de clase y, por tanto, carecer del deseo de luchar para ascender socialmente a través de la cultura. El problema, no obstante, no es nuevo. Tampoco es que antes las masas se sintieran frustradas por no poder leer. No tenían tiempo, las condiciones laborales impedían tal esparcimiento de la mente. Leer era un acto burgués y la mayor parte de los libros estaban y están escritos por burgueses, con notables excepciones como Albert Camus, hijo de una menorquina analfabeta.

La profecía de Bakunin, por ende, no se ha cumplido. Bakunin pensaba que el sistema capitalista se desmoronaría a partir del hecho de que las clases bajas adquirirían mediante el propio sistema una cultura que llevaría a la destrucción del mismo. Más bien lo que ocurrió es que el capitalismo imbuyó de su ideología a las clases bajas: las clases proletarias vivían como pobres pero sus hijos empezaron a pensar como los burgueses que llegaron o no a ser. Los libros, así, parecieron un arma en nada cargada de futuro, parodiando a Celaya. Las bibliotecas, más que en un arsenal, se convirtieron en centros que el sistema sigue manteniendo para dar una fachada de interés por la cultura. Centros cada vez menos visitados, menos vivos.

Por no hablar de las bibliotecas de los centros escolares: con pocos recursos, arrinconadas, convertidas ya no en adornos sino en auténticos trasteros con revistas, cintas de video, cedés prehistóricos, ediciones carcas, un «Cuéntame» en versión libresca. Tan sólo hay que pensar en la diferencia entre uno de sus viejos atlas y el Google Earth.

Georges Izambard (1848-1931)
Georges Izambard (1848-1931)

¿Cuál es el valor actual de una biblioteca escolar? ¿Para qué de verdad puede servir? La respuesta está en el primer párrafo de este artículo. Tienen que actuar como Izambard, como el profesor de pueblo que aconsejaba y daba libros a Rimbaud. Tienen que ser transmisoras, dejar de ser lugares muertos, apartados. Tienen que cobrar vida, ser conscientes de su valor inexcusable. Si nuestros alumnos cada vez leen y escriben peor es sencillamente porque no leen. Y no se lee más porque existan más recursos (que deberían, por supuesto, ser mayores). Se lee más porque se encuentra gusto en la lectura y a ese gusto se le añade una conciencia del mundo que nos rodea y de nuestra posición particular en ese mundo.

Vamos a intentar que la pequeña biblioteca de nuestro centro sea como el Charleville rimbaudiano. Que crea en sí misma y en su capacidad de transformación de las almas. Suena rimbombante, incluso «rimbaudiante», pero es un pequeño deseo que tendrá, sin duda, un alcance nimio. Tal nimiedad nos salvará: sólo de lo pequeño, de la semilla nace algo.

Para tal propósito nos proponemos como objetivo inmediato que los alumnos lean más. Da igual si es a través de los ejemplares de la biblioteca o lo es a través de internet, de libros electrónicos, de revistas, de cómics, de lo que sea. Leer más es el objetivo. ¿De qué nos sirve que los alumnos sepan o sus profesores crean que sus alumnos puedan saber sintaxis y morfología si luego se olvida o nunca se ha aprendido de verdad cuál es la utilidad de dichos saberes? Las casas se empiezan a construir desde sus cimientos y los cimientos de la comprensión lectora están en el propio acto fundacional lector. Continuamente estamos estimulando a los alumnos para que lean sin que tengan ganas, tal si les forzáramos a comer una comida que no les gusta. No van a comerla porque les expliquemos los ingredientes o las recetas. Van a comerla porque tienen apetito. Despertar ese apetito es la misión del profesor y la biblioteca su cocina.

Para conseguir despertar dicho apetito, los profesores gozan de aliados. Uno de ellos es la transferencia en sentido psicoanalítico: la propia transferencia de sentimientos de amor/odio, atracción/repulsión, entre el profesor y el alumno, en alguna medida equivalente a la dialéctica hegeliana entre amo y esclavo. A fin de cuentas, según Hegel, es el esclavo quien finalmente adquiere la condición de sujeto sabio. Es el esclavo el que trabaja y el que adquiere conocimientos. El amo acaba por centrarse en su dicha dominante. Traemos a colación, para citar un ejemplo actual, cómo los directivos de Bankia se gastaban el dinero de sus tarjetas Black. ¿En libros? No, gracias. El amo por amo ya sabe lo suficiente. Quien ordena el saber es la posición subjetiva de esclavo, de estar sujeto a otro. Nuestros alumnos están sujetos a una realidad mediocre que tarde o temprano debe ser desencadenante de una inquietud, de un punto de partida de estímulo. Quiero decir, en definitiva, que se empieza a leer más cuando uno adquiere conciencia de quién es y de dónde está.

Antoine Doinel
Antoine Doinel

¿Recuerdan la película de los 400 golpes (Les 400 coups, 1959) de François Truffaut? Un joven adolescente, Antoine Doinel –de los que hoy llamaríamos “disruptivo”- leía por las noches a la luz de una vela a Balzac (en alguna medida es autobiografía del propio Truffaut). Leía mientras fumaba un cigarrillo en el sofá, leía en el camastro; se obsesionaba cada vez más con Balzac. Leía a Balzac para huir de su madre y su padrastro, para huir de los castigos de su maestro, para huir de París, para llegar al mar. Soñaba con ver el mar por primera vez. Parecía en trance, absorbido por la historia, por las palabras. Llegó a poner en el interior de una caja una imagen de Balzac, como si fuera un santuario: un reducto frente al mundo que le rodeaba. Una noche, a causa de una vela y la lectura, provocó un incendio y su madre y su padrastro lo quisieron meter en un correccional. Doinel el adolescente huyó, huyó buscando el mar.

Quatre cents coups es una expresión francesa que significa “hacer las mil y una”. Nuestros adolescentes hacen las mil y una pero esa una pocas veces es leer. Ojalá, como Antoine Doinel, esa una sea alguna vez leer, sea tan sólo para huir, como el personaje, de una sociedad cada vez más distópica. Leer aunque se corra peligro de incendiar algo. Encender al menos esa llama de la que solemos hablar, esa pequeña llama que para Yeats constituía la educación: “encender una llama, no llenar un cubo”.

En breve, subiremos nuestro proyecto para conseguir, con toda la humildad que da saber que la educación es una tarea sin fin, encender en nuestra biblioteca pequeñas luces, la auténtica función de una biblioteca y la auténtica misión de quienes se dedican a enseñar.

 Atención a la letra, homenaje a los 400 golpes de Truffaut y a Antoine Doinel:

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